YADIÁN CARBONELL: A VECES DESEO CONTAR UNA HISTORIA

Quien tiene la poesía como manera de dialogar con el mundo y consigo mismo, tiene ganada la batalla contra los demonios que nos asaltan de continuo. Desamparo, incertidumbre, desamor, pérdidas, son algunas de sus tantas maneras para hacernos claudicar. Pero cuando esas angustias encuentran la válvula de escape que es el poema, podemos combatir y salir, si no ilesos, al menos, fortalecidos de tales combates contra la adversidad. Yadián Carbonell tiene en la poesía su reino intangible, su verdadera isla del tesoro. Y habita ese reino llevando sobre sí una carga que no es solo la de su persona, que apenas comienza a vivir. Pesa sobre él la historia familiar: la ancestral historia de su abuelo, la reciente historia de su madre, la suya propia de amores reales o imaginados, consumados o no, que dejan huella en su sensibilidad de niño que ha crecido demasiado y se avergüenza de llorar en público. Pesa también sobre su espalda el país, su pequeña patria y su patria mayor. Pero, he ahí donde la poesía aparece con su escudo. Y el verso sale a raudales, a puro hueso, a nervio vivo, sacudiendo a quien lo lee, con una sacudida que no es descarga eléctrica, sino un temblor como de frío. Porque estamos ante alguien que no adorna con flores artificiales la tumba de sus seres queridos, sino que la habita junto a ellos en un desdoblamiento que solo él comprende y nosotros entrevemos en sus palabras.

La madre, el abuelo, la casa familiar, y la isla: de los pinos, del tesoro, de los piratas —para él la isla de papel— gravitan de modo permanente en sus versos. Son sus vivencias de niño un sueño recurrente marcando su adultez. Vibran las cuerdas de un temor que confiesa, y de otro mayor que se adivina. El miedo a tener miedo, el miedo a no cumplir las instrucciones que le fueran dadas como lección de vida, miedo a ser infiel a la memoria de sus muertos amados. Y también el amor, el llamado de la sangre, que puede resultar en  victoria o derrota, pero es quien acude a salvar, al náufrago que confiesa ser, de naufragios más crueles. Escoge el verso libre, el fraseo y en ocasiones la prosa, para allegarnos hasta sus honduras, quizá porque, inconscientemente, rechaza cualquier molde que le impida soltar toda la carga de angustia que lleva sobre sí. Con una casi ausencia de metáforas, muy cercanos a la narrativa, sus poemas se sustentan sobre la atmósfera que consigue crear mediante la descripción de situaciones reales o imaginadas; cada pieza cuenta una historia, y su mayor logro radica en la fuerza expresiva que logra imprimirle, como si las sensaciones descritas se tornaran imágenes visuales o sonoras. Leer la poesía de Yadián Carbonell es regalarse un encuentro con un ser humano extraordinario, pleno de bondad y de una ingenua llaneza que le convierten en una presencia insoslayable en el panorama humano y poético de Isla de Pinos, ese lugar de nuestra geografía que siempre nos reserva un pedacito de misterio. Hay en sus versos un tambor lejano que repica con invisible ritmo, pero con una fuerza que hace imposible dejar de acudir a su llamado.

Reyna Esperanza Cruz

 

 

UNO

 

El tiempo, como una ley que surge de improviso, me hace ir tras las arrugas del más viejo de la tribu. Imploro su astucia. Intento hacerla mía para resguardarme de la intención del látigo.

Tengo en la mano la historia, el verso posible, la música, la piedra....

Me acompañan hombres de sentido drástico, de perfume salvaje. Sus gritos de valor salen de la tierra. Nunca nadie escuchó sus lamentos.

Hoy el más viejo de la tribu me dio a masticar una extraña hierba y supe el sabor de la vida que me espera.

 

 

TRES

 

Hace veintitrés años soy náufrago en esta isla llena de dobleces, por donde supura el miedo. Es mi casa la más recóndita en este espacio fragmentado. Son mis manos, agotadas de tanto labrar en el asfalto, el apéndice incierto que cubre el bulevar.

Soy náufrago que se yergue con el cítrico preso en los labios y el mármol latiéndole en los pies. Soy náufrago que rabioso grita desde las montañas la señal de auxilio. Soy lo que el destino impuso sin reclamo posible. Yo, que creí en las voces de mis ancestros, en la tormenta esperanzadora que se precipitó sobre mis plegarias, me consumo en este círculo frágil por no arrepentirme, por ser culpable de mi propia zozobra, por temerle a la verdad.

Nací del musgo. Soy hijo de la tierra y amo los pinos, aunque a ratos llore y me deje guiar por el viento que mueve esta Isla de papel.

 

 

CUATRO

 

Abuelo me contó que de pequeño veía a los espíritus de la casa, esos que hoy me aterran en las madrugadas. Él sabe de mi miedo a la noche y los susurros del monte. Mi abuelo, con su aspecto taciturno y manos mordisqueadas por el tiempo, entiende todas mis lagunas. Él me incita a ser bisonte desde mi aspecto de roca. A veces me pregunto cómo fue su infancia —si acaso la tuvo— y la respuesta no acude.

Mi abuelo, santo como un dios que no enseña el rostro, predice mis errores. Me complace su abrazo y sus manos gruesas sacudiéndome el miedo. Mi abuelo, el viejo del sillón, quizá desconozca la falta que me hace, ahora que me creo hombre y realmente no sé qué hacer.

 

 

NUEVE

 

Abuelo me santiguaba a gajazos de hierbas sagradas, con ellas espantaba los ojos que enfermaban mi piel. Escupía ron sobre mi rostro y el miedo no permitía que mis pies huyeran.

—Esa es la cura— susurraba.

Mis ojos descubrían la verdadera forma del silencio.

Casi ausente de mi cuerpo, pido su bendición. No puedo odiar los latigazos del abuelo, tampoco a él.

En algún lugar de mi cráneo se esconde la verdadera forma de su ardor entendible, la verdadera forma de su cura.

 

 

DIEZ

 

Ahí está diciéndome adiós, junto a las matas de plátano que también se despiden. El viejo, vestido con ropas de sal, se me refleja en la espalda y es difícil, tan difícil que pueda verlo con esos ojos que lo sueñan, una y otra vez, vestido de sal, diciéndome adiós.

 

 

UNO

 

Cuando era pequeño no entendía los simulacros de muerte.

En aquel tiempo era difícil comprender las señales

y todo era arco iris.

Aunque, a veces, la ausencia de la lluvia me hacía dudar.

Mi madre sigue presa en la misma jaula de cristal oscuro.

Ahora escucho sus gritos morderme los tímpanos.

Ahora que los arco iris se han marchado

y mis miedos sí existen

y el hombre del saco

y las pastillas azules

y el collar de caracoles

y mis lágrimas

y el maldito estupor

y la absurda fantasía

y la rabia

y que Dios no existe

y estos versos justificados

y la muerte que no llega

y el silencio después de la catarsis

y mis pulmones marchitos

y tantas cosas en blanco y negro.

 

 

TRES

 

Todavía la lluvia me enmudece, aunque ya no tanto,

como en aquel tiempo en que el torrente inquietaba la tierra

y mi madre corría a tapar los espejos

y trepaba por las paredes con los ojos carcomidos por el temor.

Mientras, yo pensaba en ciertas cosas innombrables

desde un rincón de la casa.

 

Aún la lluvia me enmudece.

Sigo tratando de asirme a ciertas cosas innombrables.

Mi madre continúa ahí, aunque ya no le importa tapar los espejos,

caminar por las paredes

ni ser la cobarde que un día habitó la casa.

 

 

CINCO

 

La noche era casi perfecta.

Entre las sábanas intentaba opacar la mente

para que, después de la señal,

el miedo no moviera las cortinas,

ni incitara a la sombra a asomarse a las ventanas,

para que mi madre no llorara en brazos del miedo

que era tan alto y sin rostro,

como todas las noches, casi perfectas.

 

 

OCHO

 

Ahora que ignoro el sonido

y el filo representa vida en ms manos,

cantan las campanas.

Soporto sobre los hombro nervaduras irresolutas.

La lealtad de mis pies se traiciona y me traiciona,

las esquinas tiemblan

y los parques casi irreparables imploran clemencia.

 

Cantan las campanas y la ciudad impide sentirme suyo

hoy, que mis oídos representan la soledad de estas palabras,

que las vidrieras convidan al vacío,

que la desmesura se inserta en mis versos.

Cantan las campanas,

hoy, que me tocó vivir a merced de la espera.

 

 

CUATRO

 

Liberado por el aire apacible

invento tus aristas

que durante las noches invaden de luz la cábala cierta,

cábala que hice mía cuando tu sol tocó mi piel,

cuando con finos hilos de lluvia descubriste mi cuerpo.

Ahí estabas sobre las aceras,

subyugando las miradas para descubrir

el celeste de tu cuerpo de nube,

trastocando sutilmente tus ojos con los míos.

 

Mujer celeste,

permanecemos aquí en un solo cuerpo

sin que el temor importune nuestro canto,

tocándonos solo con palabras.

 

 

CINCO

 

Pensándola, un trueno rompe el silencio de mis oídos.

Está por llover y no me importa.

 

 

NUEVE

 

EL árbol parece un hombre que al cielo eleva sus brazos,

implorando a cualquier dios que cese la lluvia.

La calma se le confunde con el miedo.

El viento lo deshoja, mientras él permanece

junto al lodo que la lluvia le salpica.

 

En ese árbol parecido a un hombre

que busca la respuesta, el porqué de sus llagas,

le imploro a cualquier dios que cese la lluvia,

para que los peregrinos no equivoquen los mensajes

y al fin regreses.

 

 

DIEZ

 

A veces deseo contar una historia

pero me faltan versos que puedan resistir la sinopsis

que enferma mi lengua.

Llevo en mis manos un caleidoscopio ciego

y silencios de ultratumba en mi garganta.

Tengo intemperies distantes de existir,

campanarios mudos,

fotos vacías sobre la cama

y un pedazo de Escobar rondando mi cráneo.

¿Cómo completar una estrofa?

¿Cómo erigir mi bandera una vez más

sin que la luz conceda su color a los transeúntes?

¿Cómo responder a las sentencias de la vida?

¿Cómo morir sin contar una historia que no sea la misma?

 

Yadián Carbonell García (Nueva Gerona, Isla de Pinos, 1989). Poeta y narrador. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz. Premio en el Concurso Poesía de Amor Nueva Gerona (2013), Premio Concurso Nacional Mangle Rojo (poesía, 2013). Ha publicado el libro de poesía El viejo, la casa y ellas (Ediciones Sed de Belleza, 2017).

 


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