ERNESTO


Ernesto trabaja bien las paredes de canto, los muros de piedra y el revestimiento de lajas. Es atento, meticuloso y serio con la obra, siempre que se le deje ir a su ritmo, a su gusto y a su propia naturaleza. Le fascinan las murallas antiguas de piedra y barro, en pie a pesar del transcurso de los siglos. Un lápiz rojo lo acompaña, especialmente cuando tiene que trazar las medidas de un cuadrado o un rectángulo para almacenar una determinada cantidad de agua.

Con él hay que contar bien las palabras, decir las cosas de manera concisa. Cuando coloca bloques, solo pone los necesarios; cuando hace la mezcla, solo usa cantidades precisas de arena, de agua y de cemento; y cuando encofra los cimientos, la cantidad justa de hierro. Es comprensible su necesidad de palabras exactas a la idea que se quiere transmitir, y que él espera con paciente escucha. El malgasto de palabras obstruye sus oídos, lo pone nervioso en medio de tantas vueltas para llegar a un sitio, cuando existen caminos más simples que dejan el oído limpio.

Vive en un caserío de casas blancas y techos de tejas. La carretera de acceso discurre por el cauce de un barranco de palmeras y cañaverales, vaguada entre dos cordilleras que lleva a los pies de la presa: muro de canto relleno de cal, arena y piedra que rezuma cuando está lleno. Escurre suave entre los cantos, la cal se hincha y compacta la obra de agua. La carretera se desvía a la izquierda y comienza el ascenso a la plaza del pueblo, construida al mismo nivel del agua de la presa.

En estos días anda triste. Este verano no puede ofrecer a su familia algo distinto al resto de los días del año. No tiene medios para ir de vacaciones a una isla ni para alquilar un apartamento. Sentado a la puerta de su casa, medita y calza las botas del trabajo. Una paloma blanca se posa en la tierra del patio. Le trae un recuerdo de su infancia: el año que abandonaron la montaña para vivir en la ciudad y caminaba descalzo por las calles con un baifo.

Es hora de empezar el día. Se levanta, entra en la casa y deja sobre la mesa la libreta donde anota los datos de la próxima obra. Se acerca a la ventana y mira al majestuoso risco, sostén del cauce del barranco. Le preocupa el último presupuesto, no tendrá ganancia si los gastos de manos de obra y materiales superan el coste acordado. Sale fuera, cierra la puerta y con paso tranquilo se dirige a la huerta de un vecino del pueblo. Tiene que revisar el trabajo de canalización del agua realizado el día anterior en un estanque. Lo acompañan sus hijos, Zebensui y Ernesto, de nueve y ocho años. Se le parecen; acostumbrados al contacto desnudo con la naturaleza, suben a los árboles y caminan descalzos por el barranco sin que le duelan las piedras.

Bajan por un camino trazado en la montaña, entre lindes que separan terrazas de hortalizas, árboles frutales y aposentos de animales. Una pared de piedra, adornada por una enredadera de campanitas de color azul malva da la bienvenida.

El estanque es pequeño, la medida justa de agua para abastecer una huerta de diez naranjeros. Una escalera de cemento permite el acceso a la parte alta. Sube los primeros peldaños y se detiene en seco. ¡Hay un lagarto en el último escalón! Arrinconado, quieto, mirándole. Les tiene fobia. Se da la vuelta. Sus hijos están allí, frente a él, mirándole. Le da vergüenza salir corriendo. Todo se junta en un redondo círculo. Puede ofrecerles algo extraordinario. Gira y vuelve a mirarlo. No se mueve, y no es grande. Se agacha. Tiene que ser capaz de cogerlo. Con el brazo tenso y estirado lo coge por el cuello con la pinza de sus tres primeros dedos. Se retuerce, enrosca la cola en su mano y se está quieto. Petrificado por el tacto, quiere soltarlo y no puede; quiere mirarlo, y tampoco puede. Intenta relajarse. Da la vuelta, y, muy orgulloso, se lo ofrece a sus hijos. Ellos lo cogen y bajan corriendo la escalera. Una algarabía de entusiasmo y excitación resuena en el silencioso barranco. Lo contemplan con regocijo y hablan. No quieren soltarlo. Un lagarto será la nueva mascota junto al hurón. Ernesto sopesa, no es viable y desisten. El animal late expectante. Con palabras y gestos de cariño lo sueltan. Corre y se esconde en el muro medianero del cercado. Los niños están contentos, y él también: en sus ojos vio el mismo orgullo que él sintió muchas veces acompañando al padre por el campo.

Sube de nuevo la escalera. Inspecciona el trabajo. Las zonas enlazadas funcionan. La arqueta recibe bien el agua y la distribuye sin dificultad. Queda satisfecho. No hay contratiempo. No habrá retraso ni más gastos de materiales.

Es hora de volver a la casa. Es mediodía. El sol está alto. Toman el mismo atajo de flores, hortalizas y frutales. El canto de los pájaros, el ladrido amistoso de un perro, el ruido lejano del motor de un coche y el canto de un gallo, unido a las voces de la familia, conforman, separados entre sí por nítidos momentos de silencio, una serena melodía que envuelve el paisaje humano de un hombre y sus hijos caminando por el sendero de néctares y azahares.



Benita López Peñate (Loma Magullo, Gran Canaria, junio de 1963). Poeta, narradora, dramaturga, abogada. Graduada de Derecho en 1988, en 1991 comenzó su actividad profesional en el Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana. Ha publicado los siguientes libros: Miradas de agua (poesía, 1998), Libros de sal (poesía, 2010), Rosalva (teatro, 2014), Celosía (poesía, 2015). Ha sido incluida en las antologías poéticas Confluencias (2008), del Colectivo Literario Nueve Puertas, Desde aquí (2012), del Colectivo CiudArte, y Pasión de espigas (2017), por la colección Homenajes, de Molino Blanco Ediciones.

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