LA SALAMANDRA EN EL ÍNDICE DE UN LIBRO

La presente obra poética del ecuatoriano Freddy Ayala es un dinámico poliedro de visiones. A pesar de su brevedad, y de su cerrado carácter trino, la irradiación artística y humana que el conjunto despliega es de una asombrosa riqueza.

Detrás de cada poema hay anchos trozos de realidad y sueño, y un sujeto —en ocasiones se implica con viveza y en otras se impersonaliza sabiamente— que no reposa en el acarreo simultáneo de alucinantes y sobrias imágenes.

No se trata de obedecer ciegamente a las improntas de lo inconsciente, o de bordar insólitos galopes entre lo automático y lo discernido, o de simular vigor en la expresión con la captura obsesionante de lo tremendo.

No se trata —mucho menos, pues esos procedimientos lo rodean con cierta abundancia en otras páginas de su país— de alcanzar a través de un realismo de carácter visceral, dentro de una estética implosiva del cuerpo, las agudas incomunicaciones del mundo de hoy.

No se trata de representar la vaciedad espiritual de la gran urbe con el lenguaje ebrio del que corre asesinado, ni de astillar los enunciados como símbolo de la desintegración de la conciencia ante la desesperanza y la irracionalidad.

De todo eso puede parecer que hay en estos versos, tal vez por un término físico o fisiológico por aquí o por allá, o por la sensación de que el poema se ha deconstruido y solo quedan unas nervaduras insólitas, o por los brincos asociativos que afloran en su marcha.

Pero es indudable que hay mucho más, y que lo otro que hay es lo que en verdad define, lo que cuaja el poema como elaboración comunicativa y estética. Porque a pesar de su juventud se ve que Freddy Ayala tiene un largo camino artístico asimilado.

Lo primero que debe anotarse es la falta de fundamentalismo poético que se revela en sus versos, pues se ve en el tramado de su expresión recursos y herencias eclécticas, reciamente amalgamadas en su voz, que le prometen una equilibrada expansión.

Se ve que no acepta los caminos fáciles, pues la poesía ama lo imposible, como afirmaba nuestro Lezama Lima. Y la actitud de encarrilarse por una sola manera de ver la expresión y despreciar todas las restantes, implica en arte un fanatismo suicida.

Viniendo de muchas partes —de lo rural y lo urbano, de lo popular y lo culto, de lo filosófico y lo sensorial, de lo vanguardista y lo posmodernista, de lo dionisíaco y lo apolíneo—, alcanza una voz incambiable, que le resulta dúctil y gráfica, profunda y dinámica.

Es apreciable también el laconismo de la imaginación, que da idea de anchura expresiva generalmente con solo dos objetos o fenómenos. Para ello crea arcos voltaicos entre esos dos puntos distantes suprimiendo los elementos de la cadena que lleva de uno a otro.

La fricción entre los propios grupos sintácticos confirma el procedimiento, solo que en este caso entre unidades constructivas más cercanas. Como aparecen friccionados altamente, se crea la luminiscencia de la línea, y en la sucesión de líneas se incendia el conjunto.

Ese es tal vez todo su secreto de la sugerencia, que recuerda en algo la técnica de representación del mundo de Chirico. Por el modo de aproximar lo que objetivamente existe se domina la plasmación de lo que solo existe en el mundo interior más desasido.

Como buen poeta, no olvida su infancia. La infancia es la patria original de todos los poetas, el arca de donde germinan todas las metáforas, el silencio de mayor resonancia en la escritura psicológica del mundo. La infancia es una nuez y un abrevadero infinitos.

Pero tampoco olvida lo que tiene frente a los ojos, ahí en la inmediatez terrible de la vida cotidiana. Ni lo que descansa como sustrato de lo que hay ahora, ni de la pértiga hacia otro horizonte que tiene toda circunstancia, por asfixiante que parezca.

Sabe que la poesía no lo escribe todo, pero lo asocia todo como si fuese un agolpe prodigioso, un saltadero mágico que de pronto se circula y aboveda, echando una sombra blanca sobre todo lo que se ha escrito. Por eso hay que escoger bien, para que se abovede mejor. 

Y Freddy Ayala solo deja en lo escrito lo que ha escogido quién sabe cómo, pero que sabe —por ciertos saberes no explicados aún— que son estrictamente las integraciones y saltos que merecen estar en el mundo recién construido del poema.

Esta sobriedad de actuar no es pobreza de sugerir, pues el poeta aprendió en la vanguardia —tendencia que ama— que el paraguas puede aparecer en la mesa de disección. Es por ello que en sus poemas hay teorías ocultas, que un ojo avezado descubre enseguida.

Una de sus teorías es la de la salamandra en el índice de un libro. La salamandra es lo mágico cotidiano, lo natural prodigioso, lo vivo misterioso, y el índice es solo la partitura de sentidos, la escritura de lo esencial, la sugerencia que esquematiza y orienta lo aún no leído.

Véase la recurrencia de la salamandra, que puede estar en el índice, andar como una sonámbula, morir en el metálico gozne de los mares. Pero lo que vale como imagen también es procedimiento básico de creación, método para la producción de sentido.

Otra de sus teorías —ambas subyacen en lo escrito, y no se explican, por supuesto, en ninguna parte— es la desarmonía de las bisagras. Ya en la propia salamandra alude a los goznes, pues algunas frecuencias léxicas denuncian ciertas intenciones semánticas.

Las bisagras unen y sostienen lo que ha de abrirse y cerrarse. Ellas cumplen, a nivel pequeño, la misma direccionalidad de movimiento de lo mayor que ajustan y levantan. Pero esa simetría dinámica puede generar una asimetría, sin perder su armonía específica.

En una escritura poética donde la imagen es importante (se recurre mucho a la plasticidad del mundo, e incluso el término óptica es frecuente), y la imagen que se prefiere es la vanguardista, la primera teoría necesita de la segunda para ser eficaz representativamente.

La salamandra y el índice son bisagras de un salto que se quiere agolpar por desarmonía, para que irradie en el contraste. Así toda la maquinaria expresiva constituye un sistema, una especie de campo mórfico en movimiento, que crea sugerencia y sentido.

Por eso, pedimos al lector que lea con detenimiento e imaginando lo que dictan las imágenes, por muy tremendas que le parezcan. Porque en esos saltos se encuentra vivamente inscrito el sentido. La poesía es siempre un lenguaje exponencial.

Pero lo que no puede dejar de ver, so pena de perder lo esencial, es la presencia simbólica del manuscrito en el horizonte, pues con ello el poeta coloca en fusión expresiva lo culto y lo natural, lo que está sujeto a plasmación gráfica y la intemperie viva del mundo.

El poeta es un amanuense del aire vivido, un escribano que documenta la respiración del tiempo, un notario de la saga que la vida acumula en la geografía y la biografía, y a través de emblemas rápidos y sustanciales da cuenta de la vivencia íntima y múltiple.

No es este un libro de superficies, sino de honduras; no es un universo de nubes que pasan livianas, sino de estratos geológicos de un destino; no es una partitura para entrar en música conocida, sino el friso de un templo que la distancia y la vegetación envuelven.

Ya sabe entonces el lector cómo se entra en libro de tal naturaleza: con calma y unción, degustando lo imposible, acariciando cada imagen como quien acaba de descubrir en las diferentes capas de la tierra una joya nueva, de profunda y enigmática belleza.

 

ROBERTO MANZANO. Poeta y ensayista cubano (Ciego de Ávila, 1949).

Escrito en La Habana, en julio de 2012. Enviado a su autor para un prólogo de una colección suya de versos en el 2013. 

 

 

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