EDUARD ENCINA ESTRUCTURA EL SILENCIO
La décima es poesía, o es nada.
Si no llega al poema, si no besa la falda insomne de la poesía, es nada. Puede
ser una nada bella, o una nada graciosa, pero si no le toma los diez dedos a la
poesía y los besa ungidamente, no entra en tierra sagrada, no se realiza el
milagro de tocar al cielo con sus octosilábicas yemas. No se toca el cielo con
palabras: sólo se puede con la mirada. La imagen es la palanca mayor para la
representación artística de lo humano. Es la vía celeste. La palabra sirve para
estructurar el silencio. La palabra es una estructura, pero la imagen es el
silencio mismo, la simultaneidad de lo que puede ser visto únicamente con una
mirada, la manera en que los poetas verdaderos trazan sus signos en el cielo.
Para dibujar el cielo un poeta
genuino no mira hacia arriba: dirige sus ojos con atención diligente, que
parece extraña cacería, hacia las vísceras de su espíritu. Es hacia su espíritu
donde se inclina, y al enfocarse con oblicuidad tan delgada e incisiva se
asemeja a un caracol nocturno en un rectángulo de agua, como lo dejó descrito
el Poeta. Se encaracola para enderezarse, se encorva para ascender, en un
milagro dinámico del salto sobre el abismo en que se anudan, por obra y gracia
de la poesía, la raíz y la estrella, los dos emblemas básicos.
Es, sin dudas, una apoteosis: no
se puede mirar de este modo si no hay adentro una abundancia y una generosidad
que se enamora de todo, en especial de los límites. Es un raro abrazo del
límite, donde el caracol espiralea el silencio y el agua sacude su interior
sonoro con lo insondable. Como en todo esto hay algo desusado, que padece una
geometría trágica, se alcanza en un santiamén la profecía, se adivina el
episodio que ya sobreviene en lo oscuro como un golpe de agua en el socavón de
lo que ha de ocurrir dentro de los límites del silencio.
Se está solo frente al destino,
pero muy acompañado frente a la realidad. La realidad y el destino vienen de
afuera y entran, están adentro y salen, y el caracol canta misteriosamente en
su caja de agua, con vibración tan honda que rebasa las palabras, y ellas se
muestran desconocidas, aunque desciendan una a una con sus trajes comunes. Pero
tienen un modo molecular de llegar a los ojos o los oídos de los que aman la
poesía: arriban con una vibración conjunta que rompe todas las distancias y
pareceres, y que se multiplica en alucinantes esferas de silencio.
Es la poesía. Sea versicular o
decimística. Avance espasmódicamente como en el fraseo que usa el lenguaje artístico
en boga, o se desplace en el aire en un arrebatador cimbreo de trabadas sílabas
como si fuese un mural de Angkor o el frontispicio de un templo hindú lleno de
oscilantes doncellas. Se puede cantar a gritos como es frecuente en la poesía
fraseada actual, o se puede gritar a puro canto como en las décimas más
conmovedoras de muchos poetas cubanos de hoy.
Eduard Encina, el rapsoda de
corazón martiano, el pequeño mambí que caerá de continuo sobre lo que nos
desdore desde una ramazón de Baire, el inquieto cimarrón que sabía circundar
arbustivamente a su familia y amigos, manejó con eficacia todos los instrumentos
de la sensibilidad. En el incanjeable vivir, en las relaciones humanas, en el
incremento de la dulce matria, en el despliegue del oikos profundo, en sus
imaginaciones plásticas, en sus lacerantes versos, en sus palabras acerca de la
poesía, exhibió una autenticidad que conseguía adeptos de inmediato, una
sabiduría que fue acumulando en verbo y en acto para la hora refundante de la
muerte, cuando los ceremoniales de la naturaleza y la religión alzaron hacia la
eternidad la tempranía de su frente de Juan peleador y visionario.
El grueso de su poesía es
versicular, y de un vigoroso trasunto dramático. Se oye su voz en cada línea,
pues supo tener voz en la escritura, tarea difícil en la representación
artística de la identidad. Plasmó con sencillez y vigor ángulos recónditos de
nuestro inconsciente colectivo, y su vivencia personal se funde con los
horizontes de la especie. Algunos poetas cubanos se abisman con frecuencia en
el amor desmedido a lo supuestamente novedoso y el apego a las raíces costumbristas
de nuestra literatura, tan llena de periodismo lírico. Toda su creación insiste
en la intensidad, que es la única novedad trascendente, y ama la síntesis de
vivir, que implica ir al fondo simbólico de la experiencia.
Una brújula especial para la verdad
lo conducía de continuo a Argos, de donde regresaba siempre con el vellocino
entre las manos. Quien lo lee detenidamente capta que en su sensible
encarnadura interior se aceleraba un doloroso golpear rítmico, bajo cuyas
colisiones púgiles narraba, como un rapsoda, su diálogo con la realidad y el
destino. Si se miran sus versos desde la rotundidad de su muerte, por todas
partes se le advierte la prisa en esculpir su grávido y vigilante testimonio,
se le admira el cruce telúrico y broncíneo de su relampagueante existencia.
Así como su poesía más frecuente,
las décimas de Eduard Encina ostentan una energía y una coherencia de gran
relieve moral. El tramado veloz de su enunciación lanza sus cuerdas coloridas
hacia todas las áreas de la realidad. Puesto a escribir, lucha por juntar. Ya
que se escribe —parecen decir los mecanismos suyos de movilizar el discurso—
hay que decir la verdad, y hay que articularla desde la médula ardiente, y con
los acerados cabellos de la cólera, los revueltos tendones de la angustia, los
puños racionales de la justicia. Le parece la mayor probidad poner la voz en el
fondo de todo, y siempre habla como un río que va trasegando piedras y ramas,
desde un agua que corre hacia la luz y la ternura.
Como la décima es criatura
renacentista, y su diseño obliga a una oculta simetría, y por su propia
naturaleza empuja el pensamiento a lo escultórico, parecía poco probable que el
estro de Eduard Encina se desplegara con fluidez en un artefacto de tan cerrada
música. Pero el talento verdadero entra en cualquier arcilla, y modifica
cualquier ánfora hacia la riqueza profunda de sus propios vinos o aceites. Con
elegancia y flexibilidad, se instala en la décima: con sus específicas
pulsaciones discurre, monologa, interpela, salta compositivamente para reentrar
de nuevo en el primer punto, trasvasa la enunciación hacia las cúspides
versales, con lo que las unidades y los conjuntos rematan vigorosamente.
Mucho se siente en estas décimas,
pero mucho más se medita: siempre fue buena la décima para una sentenciosa
visión del mundo. Pero aquí no es el usual cantar opinando, sino la
representación del fluir del pensamiento mientras se vive directamente, y se ve
vivir, y se intuye la vida que nos espera, y hay en el dolor profundo de la
vida una urgencia de comunicación y verdad que no puede esperar. Todo sin
olvidar que la poesía es imagen, y es símbolo, y es un diorama de rica
plasticidad de nuestro enfebrecido y complejo mundo interior.
En todas partes está Eduard
Encina de pie, y entero. Tanto en la llamada poesía libre, que realmente no lo
es, como en la llamada poesía pautada, que tampoco lo es como muchos suponen.
Allá y acá, como siempre en todas las manifestaciones que cultivó, su única
pauta es la libertad, que es la pauta mayor, por la responsabilidad a que
obliga su ejercicio espiritual. La poesía es el más alto ejercicio espiritual
de la libertad. En sus décimas el poeta se muestra libre, pero responsable; no
abandona ni un solo reclamo de la función, pero atiende todas las solicitudes
de la forma; se expande dentro de una contracción; alrededor del eje de su
vivencia intransferible, entrelaza poderosamente al universo. Gracias a sus
décimas dialogamos de nuevo con su fraterna y dolorosa voz de poeta eterno.
Roberto Manzano
Presentación del libro Estructuras
del silencio, de Eduard Encina, Sala Lezama Lima, La Cabaña, el 12 de
febrero del 2019.