EN EL AGUA INFINITA DEL ALMA

Un mundo interior vivo, dinámico, si se quiere captar para el diálogo lírico, no puede representarse como una gelidez férrea, como una estatuaria opaca y definitiva. Si quien plasma su interioridad en un poema ofrece una visión de tal naturaleza, trunca la verosimilitud de la imagen: tal inmovilidad óptica traiciona la genuina identidad del ser.

Vale decir, eso que somos por dentro es una mágica fluencia. Las imágenes del mundo interior, como lo expresó magistralmente José Martí, son huidizas y cambiantes, y poseen una velocidad sin paralelos. El poeta es un artista que decide entrar con la palabra en tal fugacidad y evanescencia y dar un testimonio válido de ese visceral escape de visiones.

Eso es posible, en correspondencia con las habilidades representativas del poeta, porque el instrumento, que es la palabra, ya contiene una ruda plasticidad inmanente, y en la fricción y encadenamiento de las mismas pueden generarse series de imágenes que den cuenta de una verdad íntima, cifrada en enunciados de especial emocionalidad.

También es posible porque dentro del propio mundo interior donde reina lo efímero, ciertas invariancias de la personalidad, que necesita la mismidad para existir, conservan un estado de conciencia que garantiza el sistema de funcionalidades que integra el yo. Esa mismidad ya fija fuertemente lo que se marcha, y facilita la representación lírica.

Pero los mundos interiores, aunque no parecen tener edad, transcurren en el tiempo: se configuran y desarrollan. El mundo interior que está en lapso de configuraciones, en la adolescencia o la juventud, se comporta en imágenes de un modo peculiar: como la poesía evoluciona en otro sentido, esa evolución del mundo interior puede serle indiferente.

Solo en apariencia, claro está. Por debajo de los fenómenos representativos, sobre todo de su plano tecnológico, hay una dinámica interior de los elementos que necesita ser figurada, y que urge de modulaciones imprescindibles típicas para cada lapso. Aunque hay un anhelo transfigurativo imponderable, hay un carácter especular siempre concreto.

Así los versos, que son los acordes verbales de esas fluencias íntimas, exhiben un modo de desenvolverse (duran o se quiebran, se orquestan o avanzan anárquicamente) según demandas poderosas de la psiquis, y en el plano de los asuntos despliegan sus horizontes, sus relieves, sus dioramas imaginales, abren ventanas hacia el mundo simbólico.

Conocer a un poeta significa ir más allá de la redondez ideológica de sus mensajes: hay una identidad imaginal en cada persona, una especie de alfabeto personalizado, y al captarlo en la ilación de versos en el poema, o de los poemas en el cuaderno lírico, entramos en su incanjeable cosmos, su manera específica de trazar su relación con el universo.

En el presente libro de la joven poeta camagüeyana Anna Liz Castillo hay una específica ecología de paisajes interiores. Sin advertirlos no se entiende cabalmente su manera de relacionarse con el universo, que es el primer secreto de la mentalidad creadora. Al entrar en su visión, superando los niveles de pura elocución lingüística, vislumbramos su poesía.

La poeta se reconoce como una absoluta incorporación cósmica. En la medida en que fue alguna vez, desde entonces es en el cosmos. En la medida en que será ahora de nuevo, resulta ser desde siempre en la totalidad. Es una partícula de alta sensibilidad, pero jamás contraída o suelta: es una relación que se quiere bajo la integración más alta posible.

Bien sabe que la historia no es una ciencia exacta. Lo que constituye una vida es precisamente una concordancia en que caben el sol y la luna, las hojas del almendro, el diálogo con el tú de la existencia propia. Habla a través de paisajes de incorporación, pero fluidos, expandiéndose, organizándose en la inmensidad, a pesar de la nimiedad originaria.

Una femineidad profunda pone cuerpos de muchachas en el paisaje, más allá de la voz que enuncia tan delicadamente: un cuerpo bello y ligero penetra en el torbellino de lo que existe o pueda existir: la unidad dinámica de la rosa avanza en el vórtice de la espiral. La palabra despliega un roce de gran relieve, pero es el roce de un pétalo que va de vuelo.  

Qué corporeidad adquiere la afectividad: todo es paisaje entrañable, objetividad del universo que se intuye como movimiento del alma. Pinta esa alma: no tiene otros ademanes que los trazos de la brisa acopiando sustancias y sucesos de lo real. Es la naturaleza que se torna ícono de la emoción, signo de la mayor fugacidad plástica de la existencia. 

Como paisaje, se vertebra, y va desde la luciérnaga hasta la luna, desde la flor hasta el enigma del aire en el infinito. El agua adquiere una hegemonía absoluta: la voz que habla, y que se sabe muriendo desde siempre, vive con los ojos en las olas, desnudándose sin esperar nada. Lo que canta es la idea: el agua es una idea entre la cúspide y el abismo.

Cada vivencia es siempre representada como una perspectiva en que rigen los elementos y fenómenos básicos del universo: bastan con estos ingredientes simbólicos para que el alma ejecute su danza de júbilo o de angustia. Y en la medida en que el cuaderno avanza las perspectivas son más hondas y delineadas: las ideas se tornan materias vivas.

Su lexicón es tangible, exhibe un exterior portentoso, pero es a la vez enormemente desasido, mera nervadura simbólica, emblema del soplo dentro de la organización visual del mundo interior. Resulta una experiencia grata desde el punto de vista estético ir registrando su glosario imaginal: qué trabajo finísimo con el leve mundo de los símbolos.

Qué limpieza artística: los elementos de su enunciación son siempre naturalmente líricos: no quiere escandalizar los medios literarios con tremendismos o palabras sin maleabilidad alguna: quiere con vehemencia ser leal a lo que está sintiendo: quiere ser honrada con su afectividad: convoca al universo para socializar con eficacia su mundo interior.

El lector de este libro de poesía si no logra ver los paisajes que se representan debe cerrar sus páginas: no se encuentra en condiciones, atontado por tanta fanfarria supuestamente lírica, de entrar en un panorama del espíritu donde reina la mayor unificación posible y donde la palabra se transparenta con delicadeza desde el fondo de una persona.

ROBERTO MANZANO. Poeta y ensayista cubano (Ciego de Ávila, 1949).

Escrito en Mulgoba, el 28 de marzo de 2015. Prólogo para el cuaderno poético Sombras de la palabra, de Anna Liz Castillo, no publicado aún.

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