UNA SOLA PALABRA EN LOS CUADRANTES AZULES DEL VIENTO
Bien sabe el poeta uruguayo y universal Norberto Silva Itza que el
viaje nunca tiene fin. Vivir es viajar, aunque se permanezca inmóvil. Como en
el famoso ex-libris de Aldo Manucio, siempre se está entre el delfín y el
ancla. El inicio de todo es partir. Y jamás se llega definitivamente.
Se sabe que se ha vivido, pero que hay que vivir: y entre el vivir de
ayer y el de mañana se encuentra el horizonte, como una barca extendida.
Siempre de camino, porque el camino es la vida. Todo cuanto existe de verdad es
encaminista. Y va de viaje, porque lo verdadero no se estanca jamás, como el
agua, que no envejece en su marcha por la tierra.
El ansia está siempre en el hoy. ¿Qué es hoy sino una obligación y una
gana sin término? Ahora mismo estamos listos para partir. ¿Hacia dónde? No lo
sabemos bien. Pero ahora mismo también estamos listos para quedarnos
definitivamente. ¿Por qué debemos detener la marcha? No lo sabemos. Entre el
irse y el regresar está la polea del destino. Cada punto ha de ser vivido como
nuestro, y hay que tener las huellas en el horno, listas para desplegarse por
la tierra.
Entre piedras vivimos, bajo el cielo, custodiando lo terrestre. En
algún lugar lejano nos esperan. En lo oscuro debajo de nuestros pies nos
esperan. La esperanza es el verdadero combustible de la vida humana. Y el
silbato verde de la poesía, que llama a la distancia desde la inmediatez más
sólida, avisa los hondos mensajes.
El espacio humano es siempre una marcha redonda, y en medio de todo
está el fuego, y alrededor del fuego la casa y el intercambio de la plática. Lo
único infinito es el amor, sólo el amor engendra un espacio gnóstico, una
fuente de oro y un surtidor de plata. Siempre, al pasar por cualquier recodo, tal
vez al caer la tarde, unos ojos embrujan la marcha. Es el amor. Lo que incita a
quedarse y a partir, el molino inagotable de la poesía en el tiempo de lo
humano.
La plenitud del movimiento es la danza, que no se marcha, sino que
gira: aunque tiene la gracia inapresable del delfín permanece en el círculo de
fuego amado. El verso camina, pero para danzar: da pasos concertados para que
la luz torne en los cuerpos que se van, en los cuerpos que vuelven, como
gaviotas en la orilla de la eternidad. Danzar es la esencia de la vida que se
quiere para siempre.
Eso tiene el mar: una danza que junta el delfín y el ancla. Sólo un
espacio donde se danza junto al fuego tiene el encanto del porvenir. La piedra
es el sueño: la piedra es un ancla que espera sin tiempo en el tiempo. A veces
somos como piedra, que baja hacia el fondo de la tierra, y que sueña en la
cumbre pétrea, llena de misterio.
Pero todo lo puede trastornar el aroma de una flor: ¿qué pueden las
piedras contra el aroma de una flor? La poesía lee en la roca y en el mirto,
lee en lo inmóvil y en lo fluyente. El poeta es un transterrado: busca la
inmovilidad del perfume, el perfume de lo que permanece para siempre.
Al principio de todo está el amor, pero mucho después vuelve a estar el
amor, y allá en el terruño y en las ciudades lejanas destellan siempre las
luces de unos ojos, las estrellas perdidas y encontradas del amor y la
nostalgia.
Una isla para vivir, jamás exiliado, viendo el trigo bajo la luna, el
canto del mar en la aurora. Una isla como un espacio para el sueño y la
leyenda. O una cumbre pétrea, llena de antigüedad y misterio, como una diosa
dormida, para tocar el vientre telúrico del mito. Y el mar, y las ciudades, y
unos ojos que se entrevén al pasar.
En esas ciudades perdidas se palpa el secreto como un cruzar de bellas
mujeres vestidas de negro. Allí no se vive exiliado, empujado lejos del
terruño, porque se está entre otros que también aman lo insondable, y que
transcurren entre sus piedras y sus estrellas, cantando desde las profundidades
y las alturas.
El poeta es siempre un pescador: está en la orilla del mar milenario
con su pequeña red de sueño, capturando la desvanecida plata de alguna
nostalgia. Pero a veces la realidad entra por la grieta y el abismo, y uno palpa
la médula adolorida del tiempo, sobre todo en las ciudades, donde se apelotonan
el olvido y el infortunio.
En la religación del mundo se encuentra el secreto azul de la piedad:
la sabiduría solar de la lágrima. También los dioses dudan en silencio, como lo
sabe la poesía profunda. Lo único que nunca escapa de los ojos es el horizonte.
¿Qué es un paisaje sin seres humanos? En medio del espacio está la casa
humana, poblada y antigua, llena de inquietos mensajes. Pero nuestra verdadera
casa es una barca. Siempre vamos en una barca. Extranjeros somos, y nuestro
único deber es en cada punto de la tierra escuchar profundamente. El poeta es
atención: para cantar bien sólo basta estar bien atentos.
¿Dónde carena la barca? La barca sólo carena en el amor. Al final del
viaje sólo queda meter las manos en los bolsillos, y tocar el polvo de hoy en
aquella piedra de ayer. Sólo la religación devuelve la verdadera unidad, que es
juntarlo todo en uno mismo. Al fin cuando se es ya árbol, uno puede separarse
porque se encuentra unido. La hoja está en la fronda, el fruto está en la rama,
y hay una sola palabra en los cuadrantes azules del viento.
Toda esta hermosa sabiduría tienen los versos de Norberto Silva Itza,
poeta que abandona en el viaje sus esquelas cantábiles y lacónicas. Ha vivido
mucho, y ha entrado por muchas puertas, y ha escuchado muchas canciones, y en
los litorales y las avenidas del mundo, a través de la calidez y el frío, ha
visto germinar el brote sin sueño de la poesía. Toda su poesía es un brote
pertinaz de la vida y el camino.
El paisaje, el amor, la ciudad, la piedra, el agua, el tiempo, el amor
de nuevo, la gente que pasa, la barca de la vida que fluye hacia rumbo
desconocido, de pronto un perfume que invita a pernoctar, un horizonte que echa
alas en el alma, tejen en un misterio y una unidad vibrante los versos de
Norberto Silva Itza, el uruguayo universal que ya se sabe hoja al vuelo y árbol
único sobre el haz de la vida.
Su poesía es espontánea como un saludo, arde en la gracia de los ojos,
mira al viento que cruza la tarde en algún país lejano, y corre como un pequeño
fósforo de silencio y fraternidad, como una caricia evanescente de la
experiencia, y el que va por su libro, viajero de su corazón, cumple cabalmente
aquel principio whitmaniano de la poesía: quien lee este libro toca un hombre.
Roberto Manzano
Cuba, abril de 2018
Prólogo para una antología de su poesía que se publicará en Italia.
Norberto Silva Itza nació en Uruguay. Vive en Italia desde 1981, donde ha
fundado, en colaboración con otros profesionales, la Asociación Grecam. Ha
publicado numerosos libros de poesía.