PEDRO LÓPEZ CERVIÑO
La poesía, como una gran
manta atmosférica de proteicos contornos, baja y sube por entre la pululante
población humana, y de cuando en cuando unge una frente con delicadeza y
anticipación portentosas, y el secretamente escogido así de pronto por el roce
de las flamígeras yemas entra ya señalado en el ruedo de la vida y en el túnel
del destino.
Pase lo que pase, ya entra
así la frente besada por esta cálida centella, y avanza bajo su signo hasta la
hora del desprendimiento. Entre el primero y el postrer minuto brilla la franja
instantánea de la vida del marcado, que se hila entre el delfín y el ancla,
como una afanosa línea rayando su firma de sangre y ala en el silencio rupestre
de la imagen.
Lo que cumple cada uno por
sí mismo, después de aquel beso tremendo, es ya el puro color individual,
porque ciertamente la única propiedad real que poseemos es la manera que somos,
y es nuestra responsabilidad no el acto de entrar en el oxígeno sino el
carácter inolvidable de la respiración que incorporamos a nuestro rapidísimo paso
por el viento.
Y la poesía es eso, respiración profunda: entrar y salir de
nosotros mismos hacia los otros y lo otro, desde la mismidad de lo disímil a la
médula oscura de todo lo que se suspende en la claridad del mundo, y sólo
añadimos en verdad el relieve sincopado o expandido del compás, porque el
primero y último soplo nos viene siempre de aquel beso primigenio.
Hay un juego vivo entre lo
fatal y lo libre, y la poesía conoce como pocos vehículos del alma el especial
diálogo dramático que enhebra a toda biografía, tanto en lo exterior como en lo
interior. Dama que se siente a sus anchas en las cámaras de la biografía
íntima, la palabra poética atiende con su respirada conciliación todas las
asperezas y truncamientos.
¿Qué importan para estos
menesteres del alma, y estas calladas velas de armas, las insignias, los
viajes, los homenajes, los clamores de la grey literaria o política? Los
episodios materiales y públicos no pertenecen a estas insondables novelas interiores:
esto ocurre adentro, en la intransferible e inalienable saga del que ha sido
tempranamente indicado.
Hay, en esos tramados
sociales, y sobre todo en los espacios donde pueden pescarse prerrogativas, una
constante invasión de pícaros que no dejan ver la luz genuina, y la poesía besa
en silencio a sus heraldos, que pueden morir de sombra y olvido. Sus heraldos
saben que el arranque mismo de la poesía es apenas el cintilar generoso de la enorme
sombra.
A la verdadera poesía le
gustan los buenos, y escapa de los pícaros. Los pícaros pueden redactar bien, y
tener estilo, e impactar por sus posiciones de beligerancia estética y
política; pero sus textos, al fluir de las coyunturas, acaban por parecer artefactos
episódicos, coloridas instantáneas, ingeniosas cartas abiertas, contraseñas
para entrar en los censos artísticos.
Siempre que pienso en Pedro
López Cerviño como poeta me viene al corazón, que ausculta primero la
temperatura de la poesía cabal, a la persona que bajo el nombre de Pedro López
Cerviño tuvimos la alegría y el privilegio de conocer. Esa persona vivía como
un creador auténtico, con generosidad grande, y siempre sentí en su trato la
presencia de la poesía.
Ya sabemos bien, porque nos
lo ha enseñado el ejercicio de la vida y una larga práctica artística, que hay
dos poesías: una encarna en la manifestación literaria y la otra es una cúspide
antropológica. Primero está la última, y si no está la última nunca está de
verdad la primera: así de hermosa y compleja es la vocación de poeta, que junta
en un solo cauce dos caudales infinitos.
En Pedro López Cerviño
estaba la manifestación literaria porque estaba la cúspide antropológica. Qué
inolvidable experiencia es encontrar en alguna de las personas que tratamos
esos dos caudales corriendo por la misma frente. A esa hora de revelación sólo
queda admirar, y hacerse lenguas del admirado, y festejar su paso por la vida y
su ascensión en la muerte.
Un poema, como rostro que
contiene el ojo vivo de la poesía, puede ser admirado sin conocer a la persona
que lo produjo; pero cuando hemos tenido la especial oportunidad de conocerla,
la recepción cambia de signo, adquiere una resonancia estremecida, y nos parece
que la cúspide y la manifestación se nos plantan frente a los ojos en unanimidad
conmovida.
Puede, incluso, que
determinados lunares o encontradas perspectivas de la manifestación nos dejen
insatisfechos, que la presencia maravillosa de la cúspide, según los símbolos
que venimos manejando de las dos poesías, nos satura de una alegría
inmarcesible, que debe ser velozmente reconocida. No tiene semejanza ningún
gozo con el que proporciona el espíritu.
Pedro López Cerviño no se
miraba a sí mismo como poeta, sino que miraba a la poesía. Esto le facilitaba
ser un paisano más en el país de los símbolos, donde existe siempre una
contemporaneidad infinita. Cuando una persona alcanza ese paisanaje se
encuentra en otro paisaje, sin haberse marchado nunca del suyo habitual, que
entonces mira con mayor calado.
También le proporcionaba
esa condición mucha humildad, de la buena, de la que viene de humus, el término
que generó la palabra humanidad. Todos los prepotentes afirman que la humildad
es hipócrita, pero los que residen permanentemente en el país de los símbolos
saben que el primer paso de la sabiduría y el estado más fecundo de lo sensible
es la humildad.
Sólo de la humildad puede
producirse legítima solidaridad, un bien que no espera gratificación alguna,
que se goza en sí mismo, en el ejercicio de la dación. Cuando se alcanza esta
naturaleza, que es la espiritualización más alta, pues reúne bondad y belleza,
se encuentra uno en la posición de la elegancia sencilla que es el secreto de
toda persona conviviente.
No se trata de vivir, sino
de convivir. Hay, en todos los órdenes de la vida, una asignatura pendiente: la
convivencia. La poesía es una de las eficaces maestras de la convivencia, pues
ella trabaja con la vivencia, que es siempre una experiencia de un viviente con
otros vivientes, y si resulta conmovedora es porque mueve hacia los otros a los
que deciden convivir con ella.
Pedro López Cerviño era un
supremo conviviente, pues lo apasionaba la vivencia de vivir entre los
vivientes. Como sabía que la existencia resulta escurridiza, cada minuto de
relación con los demás estaba traspasado de la experiencia trascendente de la
poesía. Nada mejor para permanecer que la nítida sensación de que nos podemos
despedir dentro del próximo minuto.
Según el criterio que hemos
expuesto de la existencia doble de la poesía, lo primero en toda crítica de
poesía no debería ser identificar si se prioriza el lugar común o la metáfora,
sino si en el poema ha logrado el poeta, incluso por encima de ciertas palideces,
que la poesía como cúspide antropológica se encuentre plasmada vivamente en la
manifestación.
Como sabía José Martí, el
hombre es superior a la palabra. Tener talento en poesía significa ser capaz de
exhibir a través de la palabra qué pobres resultan las palabras para captar la
complejidad humana y el infinito deseo de mejoramiento que atenaza a las almas
buenas. La poesía, como neutraliza todas las dicotomías, es un vigoroso
testimonio de todas las fricciones.
El enorme temario poético
se reduce en verdad a dos puntos básicos: la celebración del milagro de la vida
y el testimonio de las dolorosas fricciones que ocurren entre lo real y lo
ideal. Unos poetas testimonian menos y celebran más, y otros celebran menos y
testimonian más, según las relaciones que establecen cada uno de los mundos
interiores con el mundo exterior.
Pedro López Cerviño era un
poeta disímil, que desde su amor a la vida y su infinito deseo de mejoramiento
humano, a veces por encima de las posibilidades específicas del lenguaje,
celebraba y testimoniaba de modo imbricado, como cabe a las naturalezas que
alzan la cabeza al horizonte y ven con los ojos del alma dentro de los ásperos
paisajes que nos toca vivir.
Siempre celebró sus
orígenes, y los orígenes de los que amaba los hacía suyos, y creía que a pesar
de la angustia y de la muerte hay un soto de luz más allá, un parterre azul en
las alturas de la especie a que pertenecemos. No es precisamente el edén lo que
se vislumbra a ratos y a lo lejos, pero lo humano lleva dentro siempre la
posibilidad graciosa y encantada del edén.
Basta recordar tanto verso
suyo a la inmediatez de los remotos ancestros, de la familia cercana, de los
amigos, de la ciudad que amaba, de su tránsito por otros espacios que tejieron
su biografía, por los grandes dilemas contemporáneos, por las encrucijadas
éticas que genera querer hacer el bien a la fuerza, o modificar hacia una sola
dirección al mundo bajo el falso desarrollo.
Gustaba de observar
detenidamente su entorno, y extraer el misterio absurdo de las costumbres, las
peripecias tristes de la verdad en un mundo regido por la voracidad del poder,
las incongruencias de los que dicen tener razón y las hipocresías de muchos de
los protagonistas en el terrible drama entre las aspiraciones y los logros, que
mutilan bárbaramente a la esperanza.
Por naturaleza se inclinaba
a la economía de recursos, a la expresión directa, a la captación de los
detalles verídicos, a la ironía construida lacónicamente, al fluir semejante a
la conversación y al manejo de los símbolos más objetivos. Podía elaborar
versos, como en algunos excelentes sonetos suyos, pero prefería frasear, según
el uso más frecuente de la poesía cubana de hoy.
No se sabe ahora mismo en
Cuba qué poeta dejará o no dejará cosecha legítima para el futuro, pues la vida
poética cubana se encuentra pobremente estructurada, con bajos niveles de
retrospección, sin la más mínima jerarquía establecida desde la verdadera
justicia. Y de cada uno de los poetas actuantes, aunque sea larga su trayectoria,
sólo tenemos noticias superficiales.
Por eso se está volviendo
una tarea ineludible de los amigos de los poetas muertos sostener sus memorias
contra el corrosivo desgano y la perfidia de los ventajistas. No queda más
remedio, al parecer, que desde la amistad admirada visualizar las trayectorias
que se van clausurando para que Cronos tenga alguna materia con que pueda
trabajar en las artesas del olvido.
Palabras leídas como homenaje y recordatorio
del poeta Pedro López Cerviño en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba
al cumplirse un año de su desaparición física, en el marco de su exposición personal
de dibujos El mapa del laberinto.