MUJER COMO UN CRISTAL
La poesía es el espacio vital en el que convergen los
espacios, se anulan las distancias, se exorcizan los temores. Es el arte de las
preguntas sin respuestas. Le basta con preguntar, y ahí radica su infinita
libertad, toda su carga de luces y penumbras. La poesía, por una de esas
casuales causas o causales casualidades, es de género femenino en nuestro idioma,
y como la mujer, es una compleja sencillez, una sencilla complejidad. Toda
mujer lleva en sí las cualidades del cristal: fragilidad, belleza,
transparencia. También misterio. Tras el cristal hay algo que no se puede o no
se debe tocar, aunque sea lícito mostrarlo. Si añadimos, al haber nacido mujer,
haberlo hecho con el don de la poesía, entonces se es doblemente frágil,
hermosa, transparente; sobre todo esto último: ser poeta es ser sincero hasta
las últimas consecuencias. Y es que a la hora de verterse sobre la página en
blanco aflora sin afeites el alma, nítida y en torrente como un río primaveral.
Tras un cristal que unas veces se empaña y otras se
abrillanta con el soplo grácil de las palabras, igual que un desfile de
escenas, veo este libro, Como un cristal
temblando (Cubaliteraria, 2015), de la poetisa Lillian Álvarez Navarrete
(La Habana, 1962), que se acompaña de un
acucioso prólogo del cantautor español Luis Eduardo Aute. Libro muy peculiar: hay
en él sencillez —aparente—, y dominio, no sólo del oficio de la escritura, sino
de los sentimientos que se plasman a través de esta, como si la escribiente temiera
un desborde de tal magnitud que pudiera arrasar lo que, a pesar de
inconformidades y desvíos, resulta esencial para su vida.
El volumen se encuentra dividido en tres secciones: Después del punto de cerrada sombra, Ni el
aire ni el espejo y Cuando alguien me
llamaba. Presumo que tal división se deba, entre otras razones, a la secuencia
cronológica de la escritura, ya que temática y estilísticamente todos los
textos guardan una perfecta redondez. Fueron compuestos mayoritariamente como
prosa poética, salvo tres o cuatro piezas breves que sirven, sin embargo, para confirmar
el dominio de la autora en la versificación usual. Desde la primera página nos
toma de la mano para conducirnos, como a través de un laberinto, a un mundo
signado por la espera, la incertidumbre, la inconformidad. Símbolos como noche,
fieras, cuchillos, cuerdas, amarras, máscaras, zumbidos, caminos, paredes,
ventanas, luz, sombra, pasado, futuro, se presentan y reiteran a lo largo del conjunto.
La atmósfera onírica es un rasgo también sistemático, que potencia el discurso.
Tal grado de plasticidad dramática tienen las imágenes que nos parece asistir a
la representación de una obra teatral o un filme surrealista. Otro rasgo es la aparición
de parejas polares: luz-sombra, todo-nada, paciencia-impaciencia, polvo-lluvia.
«Todo puede llevar hacia la nada», nos dice la poetisa, cortándonos el aliento
ante esa afirmación, y es como si un vacío existencial se apoderara
momentáneamente de nosotros, o «Correría a contarte este silencio», frase con
la que nos enfrenta al deseo nunca expresado de hacer partícipe a otro de lo
que duele o atormenta de tal modo que no puede traducirse en vocablos.
De modo general, sobresalen estos aspectos; pero en lo particular
hay muchos textos destacables, enjundiosos en recursos expresivos, como si uno
fuese suplantando al otro al sucederse ante los ojos en un torbellino creador
de naturaleza ascensional. En esa rica secuencia no puedo dejar de enumerar
algunos. En el texto XV de la primera sección apreciamos el teatro dentro del
teatro, como habíamos indicado anteriormente, y el autor se comporta como espectador
de una escena perteneciente a otra obra, escrita por otro autor: «Unos van de
negro, disfraz de ganadores (creen, sin duda, en lo juicioso del ascenso). Los
hay quienes llevan unas raras máscaras que les cubren todo el cuerpo. Varios
esconden el rostro mientras juegan con torpeza a llevar frac». Por aquí
desfilan gentes, sociedades, estados; la mirada del poeta se distancia para
verlo con más claridad, y con mayor claridad nos lo hace ver en su firme
plasmación.
En la segunda sección, Ni
el aire ni el espejo, se encuentra un texto que es particularmente
llamativo, quizás por encontrarse dialogando continuamente, lo que lo torna más
íntimo y cálido. Es el número XVIII: «No quiero ser cosecha ni viento de
primavera. Quiero ser la partícula pequeña que te habite, que te ensucie la
piel, que te revuelva en tu prisa. Quiero asistir a la fiesta donde nacen tus
letras, presenciar la caída de tus barrotes de cristal. Quiero ser la melodía
que se alce sobre el humo del mundo y te devuelva, una mañana como esta, la
sonrisa perdida». Formidable poema de amor, que a nadie deja indiferente, por
el contenido temblor que lo recorre, y que aconsejamos sea leído detenidamente.
El texto XXVIII, digno cierre para la sección, estructurado
a modo de diario o cuaderno de bitácora, muestra una semana de su vida, de martes
a lunes, con altibajos, desconfianzas y amores, costumbres y sobresaltos: «¿Soplará
a mi favor el viento? ¿Evocaré este minuto desde otro sitio, desde otro tiempo?
¿Podrán oírme? ¿Me verán realmente?». Y al final el reencuentro consigo; logra
quedar a solas y entonces dice de sí misma: «Recuesto los codos en las
rodillas, bajo la cabeza, me escucho. La música que me viene desde dentro poco
a poco me ilumina. Pienso si algunos rayos logran atravesar mi piel, verse
desde afuera, trascender. Esas notas siempre me habitaron, solo hoy se ensartan
como cuentas de un delicado collar. Nace una melodía que al fin me pertenece».
El libro concluye con un poema estremecido y estremecedor:
es la muerte quien reina en estas líneas, el vacío percibido sin que el pulso
haya dejado de latir. Un viaje hacia la nada futura, dado por la certeza de
nuestra finitud. Una máquina del tiempo tan sólo tripulada por quien vive más
allá de la vida porque vive y muere a través de sus textos, privilegio que
otorga la escritura, muerte y resurrección en una misma página: «Hace frío. En
el fondo de mi sombra hace frío. Siempre pensé que sería un lugar cálido con
todos mis versos escritos en las paredes, los versos que atrapo y los que me
atraviesan el cuerpo y escapan, dejándome vacía. Siempre soñé que sería éste un
lugar para la luz, donde la música no cesaría nunca. Mas no hay nada. Solo un
viento frío que me llega en ráfagas y soledad, la soledad».
Pero hay que regresar a la vida, porque no se debe abandonar
este libro en tono de gris reposo. Porque aquí, sobre estas páginas, reina una
mujer que es fuerza en la debilidad, calma en la desesperación, consuelo en la
angustia, movimiento en la quietud. Una mujer de quien esperamos muchas más
páginas, muchos más mundos interiores exteriorizados, muchas distancias ganadas
al camino. A los lectores de poesía, de buena poesía, la que estremece y asusta
y alegra y entristece, porque tiene todos los atributos de la vida, les
recomendamos que no dejen de leer este notable conjunto poético de Lillian
Álvarez, lleno de autenticidad y belleza. La imagen final de la aventura humana
que este universo plasma tan fuertemente pudiera ser descrita con sus propias
palabras: «Preguntó a sus dioses por la luz, la quietud de la espera, el pájaro
que dispersa la semilla, por las imágenes que escapan del vértigo de los pinceles.
¿Quién ha escuchado el canto que convoca a las mareas? ¿Qué puentes pudieron
elevarse más allá de los sueños y dejarlos burbujear, dejarlos consumirse? Las
nubes le cubrieron. Le vieron derribar de un golpe sus deidades y partir cabalgando
sobre la tierra húmeda». Así queda la voz de la poetisa, suspensa y
ascensional, como el infatigable pájaro de la luz.
Reyna
Esperanza Cruz (Puerto Padre, Cuba, 1956).
Poeta, narradora oral, escritora para niños, promotora y museóloga.