EL LIBRO DE LAS MAREAS
Una barca se aleja sobre el
tiempo
cargada con mis sueños más leales.
Un huracán la acecha
en el cabo de la mala esperanza
y su quilla tan débil,
la pálida estructura,
habrán de perecer sobre la noche.
Ya miro sus jirones a través de la niebla.
El vértigo y la espuma
convocan al naufragio.
Hemos de resistir a esa llamada antigua
— de puntas heridoras, de rústico aguijón —,
¿Y a qué puerto volver,
aferrar a qué mano
la mano que se hunde?
Ha quedado mi mapa a la
deriva,
mi brújula perdí, mi rosa náutica,
y la tormenta es brazo amenazante
y soy tan solo miedo, miedo, miedo.
¿Por qué dejé mi playa,
por qué fui a navegar?
¿Quién será capitán, quién timonel
en esta embarcación atolondrada?
Y este vigía ciego de mi mano
no encuentra un modo de trazar el rumbo.
¿Un gramo de cordura es
suficiente,
un milímetro azul de acostumbrarse
a que es la vida simple papalote
en las uñas del viento?
¿Un kilómetro andando
bajo el rumbo de Venus —su loco parpadeo—
bastan para el adiós a la balanza?
¿Es suficiente huir,
sacar bandera blanca,
detenerse?
Nada es ya suficiente.
Hay que tirar cordeles a la mar,
confiar en el oleaje de los días,
en los móviles puertos,
en la bruma
del mañana y su ansiado resplandor.
La vuelta de los días trae
páginas
azules,
verdes,
grises,
y nos depara
absurdos,
tormentas
y por qué.
Cada día una nueva pregunta,
cada noche esperar la mañana
con un sol diferente.
Es la rueda infinita,
el círculo concéntrico,
la noria inacabable
que acabará ese día
que no esperamos nunca
sabiendo que vendrá,
inevitablemente.
Yo viajo en la marea
taciturna
que resbala en mis puntos cardinales.
Vengo de no encontrar los litorales
donde pretende anclar mi flor nocturna.
Viajo en marea de fragor antiguo,
de entrecortada nota de campana.
Si pudiera ser flor de la mañana,
si pudiera entender el canto ambiguo
que trae cada golpe del oleaje!
Si pudiera ser piedra en este viaje
o espuma en la inquietud de la marea
no fuera esta pasión que al verso traje
ni este cuchillo hiriente. Nadie crea
en la llana quietud de mi paisaje.
El diente del jaguar
acecha en el camino.
No se deja ver nunca,
pero ahí está su olor
como magma caliente
sobrevolando el tiempo.
Se presiente en imágenes y nombres,
en la punzada que hiere hacia el oeste,
en los ojos salobres,
en el cuerpo sin luz.
Cuando se aleje el diente del jaguar,
¿podrá otra vez la mano ser gacela?
Abandono mi cuerpo a la
marea,
a la fuerza que invade mi estructura
roída por la brisa.
Abandono mi nombre a la bondad,
al claro transcurrir de su esperanza,
al resurrecto lirio, a la canción
que entona en mis oídos cuando escucho.
Abandono mi cuerpo a la marea
que trae el dulce nombre que no muere.
Quiero ser flor de hierro,
no de agua,
quiero ser piedra o lava en el desierto,
quiero ser un espíritu sin nombre,
un caudal de quietud y de resina.
Quiero ser de madera calcinada
o evanescente sombra sobre el muro.
Quiero ser una flecha, una bombilla,
una torre en la noche, una armadura,
un trazo de insensible atardecer,
una hoja en la niebla o en el viento,
un despoblado barrio sin señales,
un gato que maúlla a las estrellas.
Sólo no quiero ser esta gastada luz,
esta mano que grita y nadie escucha,
esta mujer de angustia y desvarío.
El silencio y la roca ya me
esperan:
no sé cuándo ni dónde es el encuentro,
pero los pies dirigen su mirada
a ese sitio sin nombre o dirección.
Puede estar más allá de la marea,
estar dentro de mí o aquí en tus ojos,
navegantes que anclaron en los míos
sin otra certidumbre que esta luz.
Deshaciendo la piel de las
mareas,
bajando por un cráter de la luna,
en la senda de rocas imposibles.
Así llegué hasta el mundo, equivocada,
intentando encontrar lo inapresable,
latiendo en mil espacios,
viajando en los andenes del recuerdo,
en la disposición de la esperanza,
en la antigua canción del espejismo,
Pretendiendo encontrar los dados de la suerte,
encontré un palimpsesto
azul y tan inútil
como esperar la muerte
o sembrar hojas secas en la tarde.
Ahora tejo otro manto —absurdo como todos—,
mas con dorados hilos de rubor
que me libran del frío de la espera
y me regala ese posible sueño
de hallar al fin la tierra prometida.
La montaña dorada está
esperando.
El camino está abierto
y los pies detenidos en medio del temor.
La montaña se ve en el horizonte,
mas los ojos, negados a creer,
no miran más que el ancho de la senda.
¿Por qué no desatar alas de fe,
por qué no recorrer esa distancia,
por qué volar en círculos oscuros?
La montaña dorada está esperando.
La montaña dorada.
La montaña.
Reyna Esperanza Cruz (Puerto Padre, Cuba, 1956). Poeta, narradora oral,
escritora para niños, promotora y museóloga.