ANDREA GARCÍA MOLINA: UNA MUJER HECHA DE PALABRAS


La poesía es un reino al que debemos llegar con el alma desnuda: ella no admite en sus dominios a quien pretenda utilizar máscaras para fingir ser otro. A esos predios de infinito misterio entramos sin más vestiduras que un manojo de palabras cuando nuestra fuerza radica en ignorar que ya no tenemos fuerza. Y no lo sabemos porque justamente en la poesía vamos encontrando, a cada minuto, el necesario impulso para seguir.
El libro La jauría (Ediciones Montecallado, 2016), de la autora Andrea García Molina (Nueva Paz, 1961), es un vivo testimonio de lo apuntado. Un libro donde el dolor de la mujer va unido a otro dolor, más agudo por exclusivo de la condición femenina: el dolor de la madre que asiste, impotente para remediarlo, al dolor del hijo: «La jauría», poema que da título al conjunto, conmueve por su visceral realismo: «A qué huele la tristeza, / cuál es el veredicto de los sueños. / Mi hijo me contempla y yo respiro, / le han regalado un traje de excluible, / le han llevado sin mí a un sitio detestable, / como un zorzal sin canto estrenando una jaula».
Hay mucha dignidad en este libro: dignidad humana, dignidad femenina, dignidad ciudadana. En el poema «Controversia sobre una mujer negra», podemos percibirlo claramente: «Que una mujer negra / por más que te acongoje / que te llene de rabia insatisfecha / es invariablemente / irremediablemente /una mujer». Y también hay mucha ternura: el poema «No estarás» es una muestra que lo confirma: «Cuando muera /no llegarás a tiempo. /Me iré sin tus asombros /sin el te quiero permanente. / Si estuvieras —tal vez— / tendrías los ojos húmedos, y eso sería formidable. / Y al fin habría respuesta si pregunto ¿te importo?».
Podemos ver en estos textos, además, mucho valor para enfrentar la vida, incluso con una sonrisa, a veces irónica, casi siempre triste: «Las historietas de la historia» es una muestra especial de ello: «Tengo un sitio en la calle / tengo la tradición del mismo sitio. / Allá al frente desfilan las carrozas. / Sentados en sus sillas / otros ven las enmiendas de los faroleros. / Yo debo dar un salto con los pies en la yerba / porque un «Mercedes» / no respetó mi sitio / mi lugar. /…Yo contemplo mis manos y enmudezco».
Cada uno de los versos de Andrea García fue escrito no en reflexivo ejercicio, sino soltado como brasa, cuando ya le resulta imposible seguirlos guardando dentro de sí. Esto solamente logramos intuirlo, pero siempre ha de creerse en la intuición como un modo oblicuo, pero efectivo, de llegar a ciertas verdades a las que no se llega por otro camino. No hay en estas piezas un lenguaje tropológico abundante; más bien sobresale el lenguaje recto, muy bien encaminado hacia el objetivo que persigue—y alcanza— de lograr una atmósfera que nos haga partícipes de su mundo interior. Esta mujer escribe con el espíritu a flor de piel, como si en escribir le fuera la vida. Y es que realmente en escribir le va la vida, en bordar con palabras el tapiz de su existencia para poder mostrarlo con la cabeza en alto, segura de que, de otro modo, encontraría burla o conmiseración.
 Dos textos bastan en el libro para darnos cuenta de que su autora sabe de dónde viene y por ello conoce hacia dónde ha de ir. Así en «Siete son siete»: «Mamá Francisca / que en paso de los siglos puedes llamarte Tina Turner / o Juana Bacallao. / Y yo sigo pidiendo que pongas aché sobre mi rumba». Y sobresale en este sentido «Me ha traicionado mi tribu», en el que incorpora el vocabulario de sus ancestros africanos como una manera de mostrar que no olvida y que su no olvido puede llegar muy lejos en el pasado: «Abre guto guirindinga / tinaja con siete tierra / siete palos / siete aguas. / Que no fueron veintiuno en la tierra de mi Yayi / y el matari de mi abuela / que no se fue a campo finda / vivió junto a Siete Rayos».
Hay música en cada uno de los textos —treinta y seis— que conforman el cuaderno. Extraña música no dada por la forma —todos, excepto «Con sílabas de más», una décima endecasílaba, están escritos en verso libre—, sino por una cadencia entrecortada que me remite de inmediato al jazz. Y el oído me lleva a las riberas del río Missisipi. Allí creo escuchar una pieza, de aquellas desgarradoras que entonaban las grandes intérpretes de los años gloriosos de este ritmo, y Dinah Washington y Ella Fitzgerald resurgen de estas páginas con su llanto cantado, con su zigzagueo cristalino y sus angustias. Y ahora mismo banjo y saxo acompañan a Andrea mientras dice: «No puedes convertirte en quien no eres / mi decepción es torpe / no has sufrido ninguna mutación. / No perdones a quien no te ame».
Y mientras apagan las luces del escenario y se aleja la orquesta, alcanzo a oír entre el sonido de los aplausos el mensaje esencial de su auténtico y estremecido conjunto de versos: «En este silencio en que me hundo / palabras / solo palabras / trae mi mano. / Soy una mujer hecha de palabras / y no consigo remediarlo». Por todo lo anterior recomiendo a los lectores llegar hasta las páginas de este libro y entrar en ellas como a un río cuyas aguas no son tranquilas, pero sí claras; quizá algún sobresalto puede surgir en la travesía, pero cruzarlo, llegar a la otra orilla, será siempre un sano ejercicio para el alma.

Reyna Esperanza Cruz Hernández

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